Porqué el Administrador de una SL arriesga su patrimonio personal
La expresión «sociedad de responsabilidad limitada» genera una falsa sensación de seguridad. Muchos empresarios creen que constituir una SL les protege frente a las deudas del negocio. Y es cierto, pero sólo en parte: la responsabilidad limitada protege al SOCIO. El administrador es otra historia.
EL ADMINISTRADOR NO TIENE ESCUDO
El socio de una SL responde de las deudas sociales únicamente con lo aportado al capital. Si la sociedad quiebra debiendo un millón de euros y el socio aporto tres mil, pierde esos tres mil y nada más. Esa es la responsabilidad limitada.
Pero el administrador -la persona física que gestiona la sociedad- tiene un régimen distinto. Cuando la sociedad comete una infracción tributaria y no puede pagar, la Administración puede derivar la responsabilidad al administrador.
La buena noticia: esta responsabilidad es, en principio, subsidiaria. Es decir, Hacienda primero intenta cobrar de la sociedad, y solo si esta carece de bienes suficientes va contra el patrimonio personal del administrador. En la mayoría de casos con deudas privadas (proveedores, bancos), los administradores acaban exonerándose. Pero con las deudas tributarias la historia es diferente.
El artículo 43.1.a) de la Ley General Tributaria establece que los administradores son responsables subsidiarios cuando «no hubiesen realizado los actos necesarios que sean de su incumbencia para el cumplimiento de las obligaciones y deberes tributarios». Y aquí está el matiz importante: en algunos supuestos graves -ocultación de bienes, vaciamiento patrimonial, colaboración activa en el fraude- la responsabilidad pasa a ser solidaria, lo que significa que Hacienda puede ir directamente contra el administrador sin esperar a agotar los bienes de la sociedad.
DÓNDE ESTÁ EL RIESGO REAL
Si la responsabilidad es subsidiaria y hay que probar culpa, ¿por qué preocuparse? Por dos razones: lo fácil que es cometer una infracción tributaria y lo difícil que resulta defenderse cuando la sociedad va mal económicamente.
No hace falta cometer fraude para que la sociedad incurra en infracción tributaria. Basta con errores de gestión absolutamente normales:
- Una autoliquidación presentada fuera de plazo con resultado a ingresar ya es infracción.
- Una deducción que Hacienda rechaza tras una comprobación genera sanción.
- No atender un requerimiento en plazo es una infracción.
- Aplicar un criterio fiscal que la Administración no comparte puede acabar en sanción.
No estamos hablando de operaciones sofisticadas ni de fraudes elaborados. Un IVA trimestral presentado cinco días tarde, una amortización acelerada que el inspector considera improcedente, una factura de un proveedor que resulta ser falsa sin que el empresario lo supiera. Cualquiera de estas situaciones -que afectan a negocios normales todos los días- puede desembocar en sanción tributaria. Y la sanción es la puerta de entrada a la derivación de responsabilidad.
El Tribunal Supremo ha establecido que la derivación tiene naturaleza sancionadora, lo que exige a la Administración probar la conducta culpable del administrador (STS 594/2025 de 20 de mayo). No basta con ostentar el cargo; hay que demostrar que conducta concreta fue negligente. Pero en el supuesto típico -el administrador que efectivamente gestionaba la sociedad cuando se cometió la infracción- esa prueba no suele ser difícil para Hacienda.

EL CASO EXTREMO: LA SOCIEDAD ZOMBI
Si el riesgo ya es alto para sociedades en funcionamiento normal, el escenario empeora dramáticamente cuando la sociedad deja de operar, pero no se disuelve.
El patrón es frecuente: la empresa cesa actividad, los administradores consideran que no hay nada pendiente, y dejan de atender el buzón electrónico. La Agencia Tributaria inicia una comprobación de ejercicios anteriores, envía notificaciones que nadie recoge, publica edictos en el BOE, y el procedimiento sigue su curso. Cuando finalmente llega el embargo a la cuenta personal del administrador, la liquidación original ya es firme.
Es cierto que el artículo 174.5 de la Ley General Tributaria permite al responsable impugnar la liquidación principal, pero la situación se complica enormemente cuando los actos son firmes. La defensa se vuelve mucho más difícil y costosa.
Las deudas derivadas de este modo tienen además una característica especialmente gravosa: quedan prácticamente excluidas del mecanismo de la Ley de Segunda Oportunidad. Quien haya sido objeto de un acuerdo firme de derivación de responsabilidad en los diez años anteriores no puede acceder al beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho. Es una deuda que persigue de por vida.
DOS CONCLUSIONES PRÁCTICAS
Primera: vigilar especialmente cuando la sociedad va mal. Mientras la sociedad tenga patrimonio suficiente para responder de sus deudas, el riesgo personal del administrador es bajo. Pero cuando empiezan los problemas económicos -impagos, pérdidas acumuladas, patrimonio neto negativo- cada infracción tributaria se convierte en una bomba de relojería. Es precisamente en esos momentos cuando hay que extremar el cumplimiento formal, no relajarlo.
Segunda: las sociedades que no se usan, se matan. No dejar zombis. Una sociedad inactiva sigue teniendo obligaciones formales (Impuesto de Sociedades, depósito de cuentas, atención del domicilio fiscal), y cada incumplimiento puede generar sanciones. Si no hay intención de retomar la actividad, lo prudente es disolver y liquidar ordenadamente. Cuesta algo de dinero y trámites, pero ahorra quebraderos de cabeza futuros que pueden ser mucho más costosos.